Cuando llegué a esta cuidad de sol y palmeras, tan semejante a aquella otra que dejé detrás (naves quemadas de por medio), advertí incrédulo el hielo que se esconde debajo de sus verdes y su música tropical; un hielo contaminante de almas. No la mía: el trópico que me subyace no transige con el invierno por muy desarrollado que este sea.
Busqué pues mi camino entre los témpanos. Mis pasos me llevaron por corredores silenciosos de librerías y bibliotecas, cafés a la intemperie, galerías de arte y lanzamientos de libros hispanoamericanos. Fue lo mejor que pude conseguir, pero mi sed de vivencias no se contentaba con tan pálidas pepitas de luz, seguía buscando; acaso ya era el tiempo de encontrarte.
Por fin te hallé. Fue en el lanzamiento de un libro. Recuerdo que te levantaste para formular preguntas que me sorprendieron, sobresaliste en medio de la mediocridad del evento, lo salvaste. Imaginé que habrías de ser un ser maravilloso; te vi soplete en mano derritiendo los hielos de la urbe monolítica. Pero tú no me viste, y yo no me atreví a acercarme. Allí quedó todo, jamás volveríamos a coincidir en tiempo y espacio. ¿Cómo puede uno desperdiciar una oportunidad como esa?
Tu recuerdo me persiguió por muchas semanas, pero no bastaba con eso: necesitaba verte. Descubrí entonces que el universo no está hecho de pedazos sino que cada pieza contiene el universo; para encontrarte, bastaría hurgar en mis recuerdos y, recordando, vislumbraría la historia fascinante que une a nuestras vidas de principio a fin.
Un año después, por ejemplo, saldría yo a buscar mi carro y notaría que lo han remolcado por estar mal estacionado; y en medio de la tragedia, volvería a verte, pero esta vez la vida celestina no nos dejaría escapar.
Mi historia del día del desencuentro te sorprende; seguimos reencontrándonos. De regreso a los tiempos de la escuela, descubrimos que allí estabas, en el mismo grado y el mismo año que yo, pero nunca te vi y nunca me viste. Y también, cuando ibas a la estación de telégrafo donde trabajaba tu padre, allí estaba yo porque mi abuelo también trabajaba en el aquel lugar. Fuimos ¿qué? ¿fantasmas? Solo así podría explicarse tan obstinada ausencia. ¿Nunca has sentido que algo te pertenece, que todo cuanto se opone a esa tenencia es antinatural, imperfecto y superable?
El tiempo es una ilusión, y tú te escurres en las arrugas del tiempo, el de nuestras ausencias, el de estar y no estar, el de ser y no ser.
Te recuerdo en la torre de un castillo donde un caballero negro te mantiene en cautiverio perpetuo. Drogada por sus influjos, sueñas que eres libre y te paseas por la cuidad de hielo. Hay un joven tímido, medio calvo y silencioso, con dientes de cocodrilo y mirada de águila. Sientes su presencia ultramarina, sientes que te siente, pero sabiendo que estás dormida, no le otorgas el don de tu contacto; para llegar a ti solo queda el camino de la torre, sus empinados escalones de piedra en ascenso interminable, una puerta de roble crujiente, tus ojos dormidos, un beso desquebrajador de hechizos y una espiral de recuerdos que ya han perdido su orientación en el espacio-tiempo. ¡Quién no tuviera ojos, para volver a verte!