Aquella tarde en la playa

 

    El horizonte comenzaba a teñirse de naranja cuando miró su reloj por penúltima vez. Se preguntó qué sentido había tenido hacerlo, con  la evidencia de la tarde ante sus ojos. Abandonó la piedra donde estaba sentado y vagabundeó por la playa hasta llegar a la orilla, tan cerca que la próxima ola le mojó los pies calzados. «Hola, pequeña», saludó, y la ola agradecida le regaló un recuerdo.

    Patricia y él se besaron por primera vez allí, a plena luz del día, rodeados de mucha gente; pero fue un beso repentino, inesperado. Habían sido amigos por mucho tiempo, y conste que la amistad entre un hombre tímido, tan deseoso de amar, y una muchacha hermosa, tan amable, es bastante difícil de sostener. Intentos de conquista, los hubo, pero estos habían terminado frustrando a la joven: «El problema es que los hombres quieren ir muy rápido, quieren ir directo al sexo». Y él se propuso entonces disfrutar la compañía de su amiga sin pretender más de lo permitido; tomar, no arrebatar; su sola presencia lo reconfortaba. Así que lo ocurrido aquella mañana, en la playa, fue la culminación de un largo camino de callada conquista.

    No era la primera vez que iban, pero esa vez lo hicieron en compañía de Frida y Fredo, una pareja propiamente dicha, amistades de Patricia. Todo contacto con el mundo de su amada lo llenaba de curiosidad; a veces sentía que la protegía con solo averiguar las costumbres buenas o malas de sus amigos. Fredo resultó ser un poeta frustrado muy convencido de que la vida bohemia lo liberaba; Frida no aportaba mucho, mas parecía encajar muy bien dentro del mundo enajenado de su compañero. De cualquier manera, hablaban de cosas diferentes, siempre se aprende algo.

    Estaban así, sentados en círculo en medio de tanta gente, cuando una pelota salió de quién sabe dónde y fue a dar justamente en su cabeza. En medio de las risas, Patricia se abalanzó sobre él y le dio un beso en la frente como para curarlo del golpe, y tan próximos quedaron sus ojos que las miradas penetraron en lo profundo de sus almas para fundirse en una conciencia única, casi universal. Los ruidos de la playa se alejaron para dejar escuchar el rugido del mar, el sol dejó de ser inclemente para que la brisa pudiera refrescarlos mejor; el resto del mundo desapareció y solo quedaron las pupilas de Patricia penetrando en las suyas. Entonces se besaron.

    Consultó su reloj por última vez. A sus espaldas se acercaba una bicicleta sonando el timbre (debe ser difícil montar bicicleta en la arena). Se volvió. En efecto, la niña se había caído y su padre se le acercaba regañándola; después se alejaron. Miró al horizonte, se quitó los zapatos y se metió en el agua hasta los tobillos. Ya estaba oscureciendo. «Regálame otro recuerdo... por favor».

    Cuando regresaron a la realidad, Frida y Fredo estaban aplaudiendo. Ellos seguían cogidos de las manos como buenos amigos. «Entonces —dijo Patricia con un tono adolecente—, ¿ya somos novios?».

    No supo qué responder, estaba demasiado feliz. Patricia corrió hacia el mar y él, tras ella. Se adentraron en el agua, se alejaron de la costa; la persecución los condujo mar afuera donde ningún intruso pudiera molestarlos y allí se dieron otros muchos besos, solo los peces saben cuántos.

    ¿Por qué habría de morir algo que comenzó tan bien?

    Nunca llegó a entenderlo. Un día Patricia le dijo que se marchaba, y se marchó. El quedó tan confundido que ni siquiera atinó a preguntar por qué; solo alcanzó a pedirle un último favor: «Cuando vuelvas, en las vacaciones, ve a la playa y no me digas nada, solo bésame». «¡No seas ridículo!», fue su respuesta. Por eso se había pasado todo el santo día en aquel lugar. Así son de los hombres; tan materialista, tan exacto y racional, esperando por un milagro.

    La luna estaba partida exactamente a la mitad; el medio reflejo se tendía desde el horizonte hasta la misma orilla donde las olas consolaban los pies del tonto enamorado. «Hola... pequeña», dijo por última vez. «Hola», respondió una voz a sus espaldas, y el milagro se hizo.